Las cifras
Estas no son suficientes para explicar los problemas del mundo de papel y de números, de contabilidades y balances, de productos internos y exportaciones e importaciones, que nada nos dicen y si nos confunden a diario.
Por: Luis Fernando García.
Profesor de la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia .
Han creído los expertos que las cifras son suficientes para explicar los problemas que vive el mundo. Su mundo, claro, que es de papel y de números, de contabilidades y balances, de productos internos y de exportaciones e importaciones, que explican con cifras y una que otra frase amañada y oscura. El déficit de estos informes es de tal proporción que nada ni nadie los cuestiona. Quizás los entiendan otros expertos de bancos y organismos nacionales y multinacionales que viven en un mundo extraño y fantasioso, medio esotérico. Su mundo, como hemos dicho.
De pronto, sin otra explicación, llegó otra de las muchas caídas, o subidas, de los precios del petróleo y, casi por fortuna, el Covid-19, que en una estampida cruel y desastrosa acabó, simuladamente, con ese mundo artificioso de las bolsas de valores, de los mercados mundiales, de las cámaras de comercio, de las ganancias desbordadas y de los discursos mercenarios y fingidos. Se quedó para que unos pocos, los banqueros y los indignos propietarios del mundo virtual –que de virtual ¿o virtuoso? tiene poco–, hagan de las suyas, sin elucidaciones válidas y con astucia premeditada. Otro mundo del que son dueños unos pocos usureros, mentirosos y déspotas, que han ido penetrando todos los secretos de la humanidad.
En esta última afirmación está lo grave de la crisis desatada por este virus todavía poco conocido por la comunidad científica. Sí. Todo se ha vuelto virtual, la palabra más estúpida que se haya creado en estos tiempos de desarrollo técnico, de avances científicos que estos genios revelados de la modernidad nunca consultaron en el portento de la realidad, pues han creído que la virtualidad, ese universo gaseoso e informe que en destellos lumínicos va cercenando la creación, la razón, la inteligencia, la investigación y la ética humanística, es el avance más notable de la ciencia en los cientos de siglos de historia vividos. Así, todo queda reducido a un clic, esa onomatopeya que, en su primera y válida acepción, según el Diccionario de la RAE, sirve “para reproducir ciertos sonidos, como el que se produce al apretar el gatillo de un arma, pulsar un interruptor”.
La otra acepción, atrevida y menesterosa, tiene menos tiempo de estar en el infinito de nuestra lengua, pues es otra acepción que los lexicógrafos, onerosos y despistados, van aceptando por eso de que las cifras le van dando la razón a los más absurdos sentidos que se ocurran a esa alevosa y poco certificada comunidad de acreditados genios que nos han lanzado a un nuevo vocabulario lleno de desconciertos y desatinos. ¿Qué es, en el más simple de los significados, esa “pulsación que se hace mediante un ratón u otro dispositivo apropiado de una computadora para dar una instrucción”?
No es esta, sin embargo, la razón de la afirmación que he hecho, pero queda como una pregunta a la que habremos de enfrentarnos algún día, y tiene que ver con esa desmedida y vergonzante capacidad de los lingüistas modernos de ir acercando el riquísimo mundo de los significados a una cientificidad descarnada y petulante que ahuyenta esas extraordinarias relaciones que existen entre significado, significante y referente.
Hemos perdido de vista a los viejos filólogos y filósofos del mundo clásico que, con frecuencia inusitada, no están al alcance de un clic. ¿Qué dirían los viejos maestros Saussure, Eco y Chomsky? Sí, la razón de estas líneas nace de una especie de asombro del manejo de las cifras y del lenguaje que se ha ido creando alrededor de ellas que, además, involucra el derecho a tener derechos, que decía Hannah Arendt. El derecho a la privacidad que tenemos quienes no somos figuras públicas, por citar uno de otros tantos derechos deshonrosamente atropellados.
Las cifras citadas todos los días por presidentes, ministros, gerentes y otros funcionarios, de alta y baja importancia, salen desbocadas cada día en esos infaustos medios de comunicación, en los informes de los organismos mundiales, en las citaciones de revistas especializadas y en periódicos económicos -y no- que recorren este mundo concreto y ese mundo virtual, lisonjeramente usado con el más pérfido y macabro de los sentidos que se puedan dar. Y los funcionarios, con gestos abrumadores y voces melifluas, nos van soltando números insinuantes y casi irreales. Billones que confundimos fácilmente con millones, trillones que son casi “inescribibles”, miles de millones y cientos de millones, para quedar reducidos a unos salarios mínimos que reciben millones de personas que nunca comprenden, ni comprenderán, esas cifras amañadas y autoritarias que van sucediéndose, como la pandemia, sin explicación alguna distinta, claro está, de la que con sinuosa argumentación van dando quienes manejan este planeta para decirnos que estamos quebrados, que hemos entrado en recesión, que la pobreza, que la miseria, que el desempleo, como si esos trillones y billones hubiesen desaparecido misteriosamente del mundo real en el que vivimos. Pero los números apenas son una vergüenza en el entramado de unas pocas multinacionales, del sistema financiero, de los paraísos fiscales, rebosantes de dólares y euros, por los que claman esos farsantes que dirigen los destinos de la Tierra. Sabemos que el dinero está en esas pocas y mezquinas manos. Sabemos que los grandes empresarios tienen guardados suficientes recursos en sus cuentas, legales e ilegales, que por ese mundo sórdido de los multimillonarios circulan todos los caudales y que el oro y las joyas y el petróleo están ahí, esperando otra oportunidad para que crezcan con la misma desmesura con que son escondidos en esas secretas cuentas bancarias.
No es un secreto, aunque algunos intentan convertirlo en tal. Detrás de ese lenguaje ampuloso y mediático de los números se han ido creando disculpas para que todos quedemos inscritos en el mundo farisaico de los déspotas. Encuestas que comprometen nuestra autonomía, nuestra dignidad y nuestros derechos más sagrados se han ido sumando a una desbarajustada capacidad de seguirnos a todas partes, de buscar arteramente nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestras dolencias y no, claro, nuestras cualidades que, por fortuna, poco les importan. La libertad, tantas veces despojada de su único y valioso significado, la justicia, el derecho y la democracia son apenas gritos alucinados de una dirigencia mundial ignorante, hipócrita y marrullera. En persona, si lo podemos decir, 1984 de Orwell y hasta Rebelión en la granja.
De ahí surge la más infortunada de todas las chapuceras nominaciones que se les ocurren a estos autócratas sin ilustración, como llamar a la nueva educación y al trato de los seres humanos remota, como muchos quieren que sean las próximas relaciones de los seres humanos para evitarnos las protestas, las manifestaciones, las verdades políticamente incorrectas y toda esa invocación que se va dando y, con seguridad, terminará con el dominio completo de las redes sociales para que ese mundo rebelde sea callado de una vez y para siempre. Las elecciones y las lecciones serán remotas para que no haya confrontaciones de ninguna clase, para que las venalidades de los autócratas no sean descorridas, para que sus odios y venganzas sean más sutiles y simples. ¡Una afrenta a la libertad!
De las cifras podemos deducir varias evidencias. Una de ellas es que no siempre uno más uno son dos y que detrás de los números se esconden sutiles perversiones. Todos lo saben de una u otra forma. Con disimulada provocación detrás del discurso económico hay fórmulas intangibles, soterradas formas de esconder o desaparecer la relación del todo y sus partes. Las sombrías estadísticas muestran con ambigua certeza la proporción de la justicia en la repartición del todo. Según ellas tenemos derecho a ese todo todos. Pero sabemos que no es así. Pocos se quedan con todo, y los residuos, los que van luego de la coma, se reparten entre muchos. Esos porcentajes abren las brechas entre la riqueza y la pobreza. Casi sin sutilezas.
Así, un ejemplo, el escándalo por la corrupción durante la pandemia, que ha reunido a tres célebres personajes de la vida política colombiana, es una pintura, sin exageraciones, de cómo los millones de millones robados se van dilatando en juicios y escándalos mediáticos que parecen indicarnos toda una política anticorrupción que se desvanece en ridículas presentaciones de los tres citados con indecorosas actuaciones con las que pretenden justificar, con cifras dichas lenta y dramáticamente, que el que la hace la paga, una de las más sólidas mentiras que se han propuesto en los últimos años de la agitada vida delincuencial del país.
Es un llamado de atención a la academia seria y responsable para que aleje de su espíritu una tentación que, a veces, surge entre sus miembros: el autoritarismo. Solo la academia tiene la responsabilidad histórica de confrontar ese dogmatismo exacerbado con la libertad y la democracia reales, las que, en efecto, se requieren para que el país y el mundo cambien este acelerado rumbo hacia la definitiva destrucción.
Trogloditas modernos como Bolsonaro, Trump, Maduro y otros, han sido reacios a la consolidación de una academia libre, promotora de la construcción de un mundo menos desigual, contestataria, creativa, renovadora y justa.
Una academia en la que primen los derechos y en la que el ser humano sea el epicentro de la historia, sin jugaditas malévolas, sin intereses personales, sin egoísmos vergonzantes. Una academia libre, democrática, justa, universal, investigadora, provocadora, cuya alianza con la ética humanista sea más fuerte que con los grandes capitales y con los desprestigios de las cifras y los poderosos.
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