Virtualidad y educación superior de calidad
La enseñanza virtual sólo puede justificarse, una vez pasados los confinamientos por la pandemia, si ese medio sirve al fin de mejorar la calidad de la educación superior.
Por: Néstor Osuna.
Profesor emérito de la Universidad Externado de Colombia.
Frente al triunfalismo un tanto irreflexivo de quienes proponen que la pandemia fue la oportunidad de oro para instalar definitivamente la educación virtual, es pertinente detenerse un momento y buscar la respuesta a un interrogante básico: ¿en qué se mejora la calidad de la educación superior con la virtualidad? Admítase lo siguiente: si la respuesta es que tal modalidad educativa es cualitativamente neutra, es decir, que la virtualidad ni mejora ni deteriora la calidad de la educación, entonces habría que concluir que los planes de virtualización no deberían ser una prioridad, sino, a lo sumo, una provisión de herramientas pedagógicas electrónicas al uso, que pueden utilizarse en la medida de su conveniencia.
Pero si se arriba a la conclusión de que la educación virtual, más bien, tiene altos riesgos de disminuir el rigor y la excelencia académica, o que los programas puramente virtuales no gozan de reconocimiento profesional de alta calidad, entonces estaría justificada una prevención mucho mayor de la comunidad académica frente a esas voces tan seguras de sí mismas sobre las bondades del maravilloso invento de la educación universitaria sin necesidad de aparecerse por la Universidad.
En el Externado, como en muchas universidades, ese debate está abierto, y no somos pocos los que consideramos que el esfuerzo económico muy importante que supone la actualización y mantenimiento permanente de las plataformas tecnológicas que permiten prestar ese servicio, así como el ingente esfuerzo docente de cambiar unas estrategias pedagógicas presenciales que llevan siglos decantándose por unas bastante experimentales en hostiles programas estandarizados tipo “Moodle”, sólo se justifica si la virtualidad mejora sustancialmente la calidad de la educación superior, es decir, si los profesionales formados en la virtualidad adquieren competencias, conocimientos y habilidades mejores a aquellos que acuden presencialmente a las universidades.
Las justificaciones que más se escuchan sobre las bondades de la virtualidad son del siguiente tipo: es una educación más cómoda porque se puede tomar e impartir desde casa y en horarios flexibles; es más funcional porque evita el desgaste de los traslados al campus universitario con el tráfico siempre congestionado de la ciudad; el precio de las matrículas puede ser menos costoso; permite a personas de lugares muy remotos acceder a títulos de universidades lejanas; es ambientalmente amistosa, pues mejora las capacidades digitales de los estudiantes. Todas esas justificaciones tienen alguna sensatez, pero admitámoslo: no están relacionadas con la mejora de la calidad educativa.
Pareciera, en todo caso, que la virtualidad es más afín con los cursos cortos de posgrado o de extensión que con los pregrados universitarios, y que podría ser una herramienta complementaria, pero nunca exclusiva, en cursos de maestría o doctorado. El debate, sin embargo, está abierto y urgido de voces críticas.
Cabe reiterar, como lo hice en una ocasión pasada en este ilustre periódico, que lo que está en juego no es la capacidad de los profesores para familiarizarse con unos programas de computador, como lo creen los propagandistas de la virtualidad, sino la posibilidad de lastimar lo que define a las universidades y muy en especial al Externado: una educación humanista en ciencias sociales con rigor científico, comprometida con la libertad, crítica, sin dogmas y volcada hacia los problemas de la sociedad colombiana.
Entonces, antes de lanzarse a ofrecer programas virtuales, la primera tarea sería determinar si la educación a distancia por mecanismos electrónicos, además de mejorar la calidad profesional de los egresados de nuestros programas, ya sea de pregrado o de posgrado, resulta un medio idóneo para la realización de esos principios del Externado. A primera vista pareciera que una educación sin la vida efervescente de las aulas, los pasillos y los cafés universitarios, y sin las discusiones que surgen de modo espontáneo en ese hábitat natural que es el campus, se asemeja más bien a un proceso solitario y acrítico de acopio de información que a una educación universitaria humanista. Es importante también recordar que en las universidades que gozan de prestigio, los conocimientos, más que adquirirse, se crean.
El debate está abierto.
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Esto requiere más elaboración y análisis. Ni la educación virtual es una sola cosa, ni es igual frente a la diversidad de disciplinas, programas y niveles.